Photo: Arlindo Guterres
Por el Cardenal Giorgio Marengo
Roma (Agencia Fides) - Nos complace publicar la Prolusión realizada hoy por el Cardenal Giorgio Marengo, misionero de la Consolata y Prefecto Apostólico de Ulán Bator, con motivo de la jornada de inauguración de la Pontificia Universidad Urbaniana. El discurso, titulado «Iglesia misionera y misión de la Iglesia: una perspectiva desde Asia», evoca de manera reconfortante el misterio de la gracia y la gratitud, fuentes de todo auténtico dinamismo misionero.
El discurso del Cardenal Marengo ha estado precedido por la conferencia inaugural del Cardenal Luis Antonio Gokim Tagle, Pro-Prefecto del Dicasterio para la Evangelización (Sección para la Primera Evangelización y las Nuevas Iglesias Particulares) y Gran Canciller de la Urbaniana. Después del discurso de Sor Lourdes Fabiola Martínez Sandate, pronunciado en nombre de los estudiantes de la Universidad, el profesor Vincenzo Buonomo, Delegado Pontificio y Rector Magnífico de la Pontificia Universidad Urbaniana, ha pronunciado las observaciones finales sobre las perspectivas de estudio e investigación para el nuevo año académico.
Estimado Gran Canciller
Reverendísimas Eminencias y Excelencias,
Estimado Delegado Pontificio y Magnífico Rector,
Autoridades Académicas,
Estimados Profesores y Queridos Alumnos,
- Es con alegría y emoción que tomo la palabra entre ustedes, por primera vez después de haber pasado tanto tiempo en estos ambientes universitarios en el lado de los estudiantes. Me siento muy honrado de estar aquí en la apertura de este nuevo curso académico, que una vez más verá a profesores, investigadores, estudiantes y personal administrativo subir cada día a esta colina para dar lo mejor de sí mismos, al servicio de la Iglesia.
La misión como un suspiro
El 26 de mayo del año pasado falleció repentinamente el padre Stephano Kim Seong-hyeon, sacerdote coreano de Daejeon, con quien compartía el servicio misionero en Mongolia. Ha sido una gran pérdida para todos. Él, como yo, también había estudiado en esta Universidad y recuerdo cuando me hablaba de sus estudios en la Urbaniana. Como sacerdote que se preparaba para regresar a su país e iniciar el ministerio en su diócesis, se preguntaba qué ventaja tendría estudiar en esta universidad. La respuesta se la dio un misionero que había pasado años en países de mayoría musulmana, en zonas de cultura árabe. Al pedirle que comentara las teorías del momento, aquel misionero no había dado una respuesta teórica, sino que había emitido un largo suspiro: «¡Ah, la misión!». Una mezcla de exultación y melancolía, quizá incluso de frustración; los ojos de aquel misionero brillaban y hablaban de algo conmovedor y sagrado, que había moldeado por completo su vida. Aquel suspiro había interpelado profundamente a don Stephano Kim y le había hecho entrever el misterio de la misión como un horizonte que abraza la vida, también la del sacerdote diocesano. A partir de aquel suspiro, había decidido interpretar todo su ministerio en clave misionera. Y luego había recibido el don de poder partir a Mongolia.
Un icono bíblico: el encuentro de Emaús
«¡Ah, la misión!» Este suspiro nos hace reflexionar también hoy. Fijémonos, por ejemplo, en el episodio de los discípulos entristecidos que abandonan Jerusalén, «el primer día de la semana». Estamos en el capítulo 24 del Evangelio de Lucas. «¡Eres tú el único forastero!» (cf. Lc 24,18), como si se dijera: «¡Sólo tú no lo sabes!». Se trata de un arrebato de decepción y de fastidio. «Esperábamos...» (cfr. Lc 24,21). A veces también a nosotros nos asaltan suspiros desilusionados; las cosas no son como hubiéramos deseado y nos vamos con la mirada baja, incapaces de reconocer al misterioso Caminante que está ahí con nosotros. Necesitamos que nos sacuda con su palabra firme: «¡Qué necios y torpes sois!» (Lc 24,25). Enseguida queda claro que no se trata de una reprimenda infructuosa, sino de una llamada a dar un salto de calidad, de profundidad. «Y, comenzando por Moisés y siguiendo por todos los profetas, les explicó lo que se refería a él en todas las Escrituras» (Lc 24,27). Así es, el objeto de investigación, enseñanza y estudio no es la opinión de tal o cual pensador, sino «todo lo que se refiere a Él», al Señor y Salvador, que al revelar el rostro del Padre ha cambiado el destino de la humanidad, desencadenando el dinamismo de la misión. Poco a poco, el corazón de los discípulos se abre, hasta exhalar un suspiro sin precedentes: “¿No ardía nuestro corazón mientras nos hablaba por el camino y nos explicaba las Escrituras?” (Lc 24, 32).
Son la Eucaristía y la Palabra las que convierten nuestros corazones. El trabajo académico que se realiza en esta renombrada universidad debería alimentarse siempre de la adoración y del estudio meditado en espíritu de oración, y no proceder en paralelo con la vida espiritual, casi como si fueran raíles unidos con dificultad. De aquí procede el anuncio, no de otra cosa: “Y ellos contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan” (Lc 24, 35). Hasta que mientras “estaban hablando de estas cosas” (Lc 24, 36), Jesús mismo se hace presente en medio de ellos y les comunica la plenitud que toda la historia espera: “Paz a vosotros” (Lc 24, 36). La misión tiende precisamente a hacer posible concretamente este encuentro; sí, porque allí donde los discípulos se reúnen para dar testimonio de Cristo, Él se ofrece de un modo nuevo, inédito, atrayendo a todos a su amor. Es Él, el Resucitado, quien abre nuestras mentes para comprender el sentido profundo de las Escrituras y nos envía explícitamente al mundo: “Vosotros sois testigos de esto” (Lc 24, 48). Y sólo podemos serlo en la potencia de Su Espíritu: “Mirad, yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre” (Lc 24, 49).
Una vocación que sigue siendo actual: la misión ad gentes
Si este dinamismo que tiende al anuncio de la novedad arrolladora del Evangelio es válido para todo bautizado como discípulo misionero -como nos recuerda a menudo el Santo Padre-, hay que recordar que existe también una dimensión específica de la actividad misionera, lo que llamamos primera evangelización o misión ad gentes. Nos referimos aquí al don de la gracia de anunciar el Evangelio en contextos en los que todavía no es conocido y en los que sencillamente no hay otros que puedan testimoniarlo. Es cierto que toda acción de la Iglesia está impregnada de misión, porque constituye su objetivo y representa su horizonte; pero una cosa es llevarla a cabo en situaciones en las que se ofrece la posibilidad de un encuentro explícito con Cristo en una variedad de declinaciones, posibilitadas por comunidades creyentes ya formadas y dotadas de multitud de carismas y ministerios; y otra distinta -o al menos peculiar- es dedicarse al testimonio evangélico allí donde no existen otros sujetos eclesiales, porque la comunidad aún no está constituida y estructurada. Es indudable que la movilidad humana actual está creando situaciones en las que el otro se ha hecho mucho más cercano, ya no es necesario surcar los mares para encontrarlo. En muchas partes del mundo ya existe una porción local de la Iglesia y corresponde a la Iglesia particular de ese territorio asumir los retos que se derivan de unas sociedades cada vez más multiculturales e interreligiosas. En aquellas regiones más marcadas por fenómenos como la secularización y el declive de las vocaciones sacerdotales, probablemente habrá que actuar de manera diferente que en tiempos pasados, pero el hecho es que la Iglesia ya está presente en esos territorios. A menudo pasamos por alto el hecho de que, en cambio, hay regiones enteras del planeta donde la Iglesia aún no está plenamente implantada o se encuentra en las primeras fases de su arraigo local. En Mongolia, por ejemplo, la Iglesia visible sólo está presente desde hace 32 años y está formada por un pequeño rebaño de unos 1.500 creyentes locales, acompañados por un nutrido grupo de misioneros, entre los cuales sólo uno es sacerdote local. Todavía se está trabajando para completar la traducción de la Biblia a la lengua local; algunos textos litúrgicos aún deben ser aprobados por la Sede Apostólica. En las comunidades católicas se propone un itinerario de introducción a la fe que dura unos dos años y requiere mucho compromiso por parte de catequistas y catecúmenos, que realizan una opción de fe que choca bastante con la sociedad en la que viven, que tradicionalmente tiene otros puntos de referencia. Todo es nuevo y tiene un impacto trastocador, que exige profundidad, solidez de doctrina, calidad de testimonio.
Vivir y trabajar en tales situaciones es lo que convencionalmente se denomina misión ad gentes, que sigue teniendo un valor propio y específico, porque su vocación es específica. La mayoría de estas situaciones, en las que el anuncio del Evangelio y la vida que lo acompaña son todavía incipientes, se dan en Asia, continente en el que vive cerca del 61% de la población mundial, de la que, sin embargo, menos del 13,1% se identifica con el cristianismo. ¿Una serie de fracasos históricos? ¿Errores de procedimiento? Es difícil saberlo. Sobre todo porque los criterios no pueden ser los del éxito o el fracaso tal como lo entiende el mundo. La referencia siguen siendo las palabras de Jesús sobre el Reino y su incidencia en el mundo, marcada por una clara desproporción: poco en lo mucho, levadura en la masa, marginalidad fecunda. En cualquier caso, es importante recordar que existe este tipo específico de servicio misionero, también dentro de una Iglesia totalmente misionera.
La formación específica
La misión ad gentes requiere, por tanto, una formación específica. Hace 397 años, poco después de la fundación de la Sagrada Congregación De Propaganda Fide, nació el Colegio Urbano, primer núcleo de esta prestigiosa Institución Académica. ¿Se puede "aprender" la misión? Sí, como los discípulos de Emaús tuvieron que escuchar al Resucitado, que «les explicó en todas las Escrituras lo que se refería a Él». Ante todo, se trata de sondear una y otra vez, desde todos los ángulos posibles, el misterio de Cristo y de la Iglesia su Esposa. La misión necesita la filosofía, pero también las ciencias sociales, la lingüística, el derecho canónico; sobre todo, la teología. El celo por sí solo puede no ser suficiente. El Beato Giuseppe Allamano, Fundador de los Misioneros de la Consolata, que dentro de pocos días será canonizado en la Plaza de San Pedro, solía decir: «Para un misionero no basta la santidad, sino que también es necesaria la ciencia, y esto según nuestra finalidad. La piedad puede formar un buen ermitaño, pero sólo la ciencia unida a la piedad puede formar un buen misionero».
Y de nuevo: «La necesidad de la ciencia se desprende también de la tradición. Papas, Concilios, Santos Padres, todos y siempre declararon la necesidad de la ciencia para los sacerdotes. Sobre este punto, la Iglesia ha insistido siempre con directivas explícitas a los Superiores de los seminarios para que no admitan a las Órdenes a quienes no posean la ciencia necesaria. Esto explica por qué, en algunas comunidades religiosas, sólo los más doctos son enviados a la Misión». Y concluía: «Creedme: haréis mucho o poco bien, o incluso mal, según el estudio que hayáis hecho o dejado de hacer. Un misionero sin estudios es una lámpara apagada».
Por tanto, no se estudia sólo porque «nos toca», porque nos han enviado los superiores, ni siquiera para alimentar vanas ambiciones profesionales: no esiste el hacer carrera en la Iglesia. Sería muy mezquino, en efecto, que una institución académica tan singular se considerara un caldo de cultivo para meros «empleados» de las estructuras diocesanas, que no se distinguen por un celo y una ciencia específicamente orientados a la misión. Estudiamos por amor a Cristo, a la Iglesia y a las personas a las que somos enviados como misioneros. Es precisamente este tipo específico de misión el que exige una preparación adecuada. Se trata del respeto al misterio de la encarnación del Verbo, que reverbera en el de la Iglesia enviada por Él, no como megáfono de un mensaje ideológico, sino como cuerpo místico y pueblo de Dios, en casa, en todas las culturas, fecundándolas con el Evangelio.
Se trata de tomarse en serio el encuentro entre el Evangelio y las Culturas. Rufina Chamyngerel, también antigua alumna de esta Universidad, ahora directora de la Oficina de Pastoral de la Prefectura Apostólica de Ulán Bator, lo expresó de forma desarmante. En 2019, con motivo de la vigilia de oración en San Pedro por el mes misionero extraordinario convocado por el Papa Francisco, recordó que cuando la Iglesia decidió en 1992 reanudar su misión en Mongolia -interrumpida por 70 años de estricto gobierno prosoviético- no envió paquetes de libros, sino personas de carne y hueso, que se adaptasen y ofreciesen un testimonio vivo y encarnado del Evangelio.
Sí, el encuentro con Cristo puede producirse de las formas más diversas, la mayoría desconocidas para nosotros; pero suele necesitar mediaciones humanas, personas concretas que den carne a las palabras de Jesús e inviten al banquete del Reino. San Pablo VI lo recordaba con fuerza en su Exhortación apostólica Evangelii nuntiandi, y vale la pena volver a citar hoy sus palabras: «Los hombres pueden salvarse también por otros caminos, gracias a la misericordia de Dios, aunque no les anunciemos el Evangelio; pero ¿podemos salvarnos nosotros si, por negligencia, por miedo, por vergüenza -lo que san Pablo llamaba “sonrojarse por el Evangelio”- o como consecuencia de falsas ideas, dejamos de anunciarlo? Esta escuela de discipulado y misión abre siempre nuevas vías de aprendizaje, porque entrando de puntillas en los hogares de todas las latitudes descubrimos mundos fascinantes que hay que amar y conocer a fondo.
Gracias al estudio apasionado, al estudio serio y a la investigación científica, cuatro siglos después de la fundación de nuestro Ateneo seguimos sondeando las infinitas profundidades del mensaje de Cristo y descifrando los lenguajes culturales que nos permiten llegar al corazón de los pueblos y de las gentes. ¡Cuántos suspiros encierran estos muros! La distancia del hogar y una lengua que aún no se domina hacen suspirar; pero también pueden convertirse en suspiros un rastro de investigación que parece perderse entre las páginas leídas en la biblioteca o verdades históricas difíciles de aceptar. Todo, pues, se convierte en anhelo, porque en la conciencia de la carencia uno se abre más a Dios y al prójimo.
Del suspiro al susurro
El suspiro se convierte así en susurro. Permítanme concluir haciéndome eco aquí, donde se ha profundizado como categoría misionológica, de la expresión de Mons. Thomas Menamparampil que me gusta proponer para describir brevemente la misión: susurrar el Evangelio al corazón de las culturas. La misión es un misterio que nos hace suspirar con verdadero amor ante todo por Él, el Resucitado que nos asocia a Sí para hacerse presente a los demás. Cristo y su Evangelio son el corazón y el único contenido del impulso misionero que anima a la Iglesia, hoy como siempre. «Ay de mí si no anunciara el Evangelio», nos recuerda San Pablo (1 Co 9,9). El mundo necesita y tiene derecho a esta buena nueva. En una época de desconfianza generalizada en los grandes relatos, de revisionismo histórico poscolonial, de miedo a cualquier pensamiento que no sea débil (porque se considera potencialmente ofensivo y amenazador), la Iglesia sigue proclamando el Evangelio, fiel al mandato que ha recibido de su Señor y que destaca en grandes letras en el exterior del edificio principal, Euntes docete. Se trata, pues, de algo más que un simple mensaje, es una palabra de salvación y de plenitud, encarnada en la vida y destinada al corazón, es decir, a las fibras más profundas de la persona y de la cultura en la que vive y se comprende. Es la evangelización del corazón la que exige el compromiso de descifrar, estudiar, profundizar en el maravilloso entramado de la cultura, la tradición religiosa, la lengua, la literatura, el arte, la música, pero también el territorio, los símbolos, las tendencias. Cuando se está dentro de esta relación de profundo conocimiento, estima y amistad, es espontáneo compartir, susurrar delicada y discretamente lo que está más cerca del corazón. Susurrar habla también de una actitud orante, de una dimensión contemplativa, como en las antiquísimas tradiciones religiosas nacidas en Asia, en las que prevalece el registro de la palabra meditada, repetida, salmodiada. Y del silencio. El Papa Francisco nos lo recordó el año pasado en Mongolia, cuando se dirigió a la pequeña Iglesia local de esta manera: «Sí, Él es la buena noticia destinada a todos los pueblos, el anuncio que la Iglesia no puede dejar de llevar, encarnándolo en la vida y “susurrándolo” al corazón de las personas y de las culturas. Esta experiencia del amor de Dios en Cristo es luz pura que transfigura el rostro y lo vuelve luminoso a su vez. Hermanos y hermanas, la vida cristiana nace de la contemplación de este rostro, es una cuestión de amor, de encuentro cotidiano con el Señor en la Palabra y en el Pan de Vida, y en el rostro del otro, en el necesitado en el que Jesús está presente». Que este nuevo curso académico en la Urbaniana nos acerque a todos a este Rostro y nos haga cada vez más radiantes y resplandecientes al reflejarlo a nuestro alrededor.
(Agencia Fides 15/10/2024)