Por Jacques Mourad*
Homs (Agencia Fides) – Aquí, desde el día en que el Papa Francisco partió al cielo, celebramos misa diariamente por él. Lo hacemos para recordarlo y rezar por su alma.
Fue un hombre que eligió vivir con humildad, cerca de los pobres, tanto en Argentina -como sacerdote y luego como obispo- como en Roma, ya como Papa.
Ese estilo de vida es profundamente significativo: transmite el verdadero mensaje de la Iglesia, que es madre. Papa, obispos y párrocos somos pastores que acompañamos a los hijos de esta Iglesia, llevándolos de la mano en su camino hacia el Padre. Y no solo en el plano espiritual, a través de la oración o la enseñanza, sino también cuidando de sus cuerpos. En los últimos meses de su vida, cuando estuvo hospitalizado, quedó aún más clara esa dimensión: él mismo supo reconocer la belleza del arte del cuidado ejercido por médicos y enfermeros.
Aunque físicamente parecía frágil, su postura ante los poderosos del mundo fue siempre firme. Recuerdo cuando, en un gesto sin precedentes, se postró ante los dirigentes de Sudán del Sur para besarles los zapatos y pedirles que se reconciliaran por la paz. O cuando, en Cuba, se reunió con el Patriarca Kirill: fue otro testimonio de su fortaleza interior.
Guardo en el corazón el primer encuentro personal que tuve con él, en la Casa Santa Marta, tras mi huida del cautiverio. Celebramos la misa y luego me saludó. Me pidió: «Reza por mí». Fue lo mismo que había dicho desde la logia de San Pedro el día de su elección, el 13 de marzo, pero esta vez, mirándome a los ojos, me conmovió profundamente.
Mi último encuentro con él fue el 7 de diciembre de 2024. Me recibió en su despacho con gran sencillez. Hablamos largo rato y me escuchó con atención, con su manera cercana y su risa espontánea. Fue un encuentro lleno de alegría.
Este aspecto humano fue importante y muy hermoso para mí. Ese día estaba nerviosa porque encontrarse con el Papa es siempre un momento de gracia. Salí de Santa Marta con el corazón ligero, como si volara. En él veía el rostro de una Iglesia sensible, humana y espiritual a la vez. Todos necesitamos esa atención: una Iglesia fuerte y clara, pero también tierna. Y el Papa Francisco ha sido, sin duda, un ejemplo vivo de ello.
Serían muchas las cosas por recordar, pero tal vez la más importante sea el espacio que dedicó a Siria. Promovió una jornada de ayuno y oración para pedir el fin del conflicto, como hizo también con Ucrania. Y no cesó de lanzar llamamientos por Gaza.
«Amada Siria atormentada»: así la llamaba siempre. Incluso escribió al presidente Assad pidiéndole respeto por los derechos humanos -de los prisioneros y de toda la población-, así como el regreso seguro de los emigrantes sirios. Luchó para crear corredores humanitarios, muchos de los cuales siguen funcionando hoy gracias también a Sant Egidio. Y pidió a las parroquias de toda Europa acoger a refugiados sirios. Él mismo se llevó a algunos en su avión tras visitar Lesbos.
Recuerdo las críticas que recibió por haber acogido en el Vaticano a una familia siria musulmana. Fue un gesto profundamente simbólico, que rompía con divisiones religiosas para abrirse a la humanidad. Su apuesta por el diálogo interreligioso, incluida su amistad con el imán de al-Azhar, dio frutos como la Declaración sobre la Hermandad Humana.
Ahora que ha volado al cielo, su legado debe ser conservado y vivido en todas partes. Porque, como él nos enseñó, la Iglesia no puede permanecer encerrada entre muros.
* Arzobispo católico sirio de Homs, Hama y Nebek