Gracias por siempre, Papa Francisco

lunes, 21 abril 2025 papa francisco  

VaticanMedia

Por Gianni Valente

Roma (Agencia Fides) - «Acordaos de vuestros jefes, que os anunciaron la Palabra de Dios; considerando atentamente el resultado final de sus vidas, imitad su fe». Este pasaje de la Carta a los Hebreos era muy querido por el Padre Bergoglio. Lo citaba a menudo cuando quería mostrar lo hermoso e importante que es recordar a las personas y amigos que nos han traído la liberación de Cristo y que ya han dejado este mundo. Esos hombres y mujeres que «nos han acercado a fuentes de vida y de esperanza de las que podrán beber también los que nos seguirán».

El Papa Francisco también ha dejado este mundo hoy, 21 de abril, lunes de Ángel, por las complicaciones de una enfermedad propia de la estación. Como les sucede a tantos ancianos en las Villas Miseria de Buenos Aires, que en pleno invierno argentino piden a San Pantaleo, médico y mártir, protección para no contagiarse de la «gripe» y caer enfermos de neumonía. De este modo, se ha cumplido hasta final, la ofrenda de su cuerpo mortal, de su corporeidad que nunca escatimaba, la concreción cada vez más débil de su condición humana que nunca rehuía hasta el último de los días de los trabajos, intemperies y contagios a los que le exponían su vocación y su ministerio. También su final, coincidiendo con los días de la Semana Santa, en que la Iglesia celebra los misterios de la salvación llevada a plenitud por Cristo, forma parte del misterio de ofrenda y entrega que ha marcado su vida.

Ahora, para sus hijos y para todos los que le amaron de cerca o de lejos, ha llegado la hora de recordarle. De dar gracias con el dolor inflamado de paz y gratitud, por las cosas que en el tiempo de su vida mortal recordaba, repetía y mostraba a la Iglesia y al mundo. Cosas pequeñas y cosas grandes. Cosas viejas y cosas nuevas.

En sus años como Papa, Bergoglio nos ha dicho continuamente que la fe no viene del hombre. La fe es un don de Jesús. Y nadie puede ir a Jesús, si Jesús mismo no lo atrae hacia sí, si no gana y conquista los corazones «por atracción», como repetía siempre citando al Papa Ratzinger. Por «delectatio», como decía San Agustín.

Por eso decía que «cada uno de nosotros es un elegido, nadie elige ser cristiano entre todas las posibilidades que le ofrece el “mercado” religioso, es un elegido. Somos cristianos porque hemos sido elegidos» (Homilía del 2 de abril de 2020, al comienzo de la pandemia). Y también decía que la fe «no es un camino espiritual de perfección», sino «un don del Espíritu Santo, un don, que va más allá de toda preparación». Y cuando se debilita, puede convertirse en «una cultura, solamente. O una gnosis, un conocimiento» (homilía, 26/1/2015).

Por eso decía que «tampoco a nosotros nos basta con saber que Dios está ahí: un Dios resucitado pero lejano no llena nuestra vida; un Dios lejano, por justo y santo que sea, no nos atrae. También nosotros necesitamos «ver a Dios», tocar con nuestras propias manos que ha resucitado, y que ha resucitado por nosotros. Como los discípulos: a través de sus heridas».

El Papa Francisco repetía que la Iglesia es obra de Cristo y de su Espíritu. Que la Iglesia es Suya, que no se «construye» por sí misma, no es autosuficiente.
Repetía que sólo Cristo, perdonándola, puede liberar/sacar a la propia Iglesia de su autorreferencialidad inercial, de su repliegue sobre sí misma.
El Papa Francisco seguía repitiendo sin descanso que el «protagonista de la Iglesia» es el Espíritu Santo, Aquel que «desde el primer momento dio la fuerza a los Apóstoles para anunciar el Evangelio», y aún ahora «lo hace todo», «lleva adelante a la Iglesia», e incluso «cuando estalla la persecución» es Él «quien da la fuerza a los creyentes para permanecer en la fe».

El Papa Francisco repetía que «no somos nosotros, los Papas, los obispos, los sacerdotes, las religiosas los que llevamos adelante la Iglesia», sino que «son los Santos» (homilía en Santa Marta, 12 de enero de 2016).

Como Papa, ha dicho que en la Iglesia los cambios y las posibles reformas son fecundas si tienen como criterio último el bien y la salvación de las almas y sirven para quitar lastres y velos a la actuación de la gracia, para facilitar a las almas el encuentro con Cristo. Aun con sus contradicciones y desaciertos, aun con sus errores y fragilidades humanas de «pecador a quien Cristo ha mirado», ha dado testimonio de que los milagros que salvan a la Iglesia no los puede hacer un pobre hombre. Ha experimentado en la carne de sus limitaciones y de sus días terrenales, también como Sucesor de Pedro, el «Mysterium Lunae», la fórmula -tan querida para él- con la que los Padres griegos y latinos de los primeros siglos cristianos sugerían la naturaleza más íntima y el misterio de la Iglesia, que puede permanecer un cuerpo opaco y oscuro, con todos sus aparatos y actuaciones, sus gloriosas antigüedades y sus astutas modernidades, si Cristo no la ilumina con su luz, como el sol hace con la luna.

El Papa Francisco ha repetido y mostrado con insistencia carente de respeto humano que en el misterio de Salvación obrado por Cristo y su Espíritu, los amados son los pobres de toda pobreza. Los pequeños que por su pequeñez entran más fácilmente por la puerta estrecha que conduce al banquete del Reino de los Cielos.

El Papa Francisco ha repetido que la salvación prometida por Jesús se dirige a todos, tiene como horizonte el mundo. Y suscita gratuitamente en los suyos una cercanía de misericordia y caridad hacia todas las expectativas, penas, desesperaciones, pecados y miserias del mundo. Hacia todos los miembros de la familia humana, comenzando por las vidas descarriladas de los más heridos, de los caídos y náufragos, de los que más sufren y necesitan.

La «conversión pastoral» que él sugería a toda la Iglesia no era ni es una retirada a un mundo paralelo, separado del mundo de los hombres. Y precisamente una Iglesia «imperfecta» y «herida», una «Iglesia con heridas», añadía, «es capaz de comprender las heridas del mundo de hoy y hacerlas suyas, sufrirlas, acompañarlas y tratar de curarlas». Porque «una Iglesia con heridas no se pone en el centro, no se cree perfecta, sino que pone en el centro al único que puede curar las heridas y que se llama Jesucristo». (Discurso durante el viaje a Chile, 16 de enero de 2018).

El Pontificado del Papa Francisco ha estado marcado por grandes acontecimientos, iniciativas y cambios destinados a marcar el camino y también la memoria histórica de la Iglesia en el inicio del Tercer Milenio cristiano. Sobre todo esto ya se han escrito y se escribirán ríos de tinta. Pero desde hace más de doce años, las palabras y los gestos del Obispo de Roma llegado de Buenos Aires se han convertido también y sobre todo en compañía y consuelo casi cotidianos para multitudes de almas esparcidas por todo el mundo, de todas las lenguas, de todas las culturas y de todas las naciones, a través del magisterio ordinario de las homilías en Santa Marta, de las reflexiones unidas al rezo del Ángelus, de las catequesis en la Plaza de San Pedro y en el Aula Pablo VI.

Esta proximidad sin mediaciones con la multitud ha sido quizá el tesoro más íntimo de los doce años de su pontificado. Un tesoro incomparable, un torrente de vida sanada, que ha vuelto a proponer en términos sencillos y repetidos las palabras y los gestos más propios e íntimos del dinamismo de la fe y de la experiencia cristianas, reconducidas a sus rasgos mínimos: gracia, misericordia, pecado, perdón, caridad, salvación, predilección por los pobres.

Quizá sobre todo por esto, el pueblo de Dios ha seguido bendiciendo al obispo de Roma Francisco y rezando por él, como hizo a petición suya ya en la primera tarde de su pontificado, cuando el Papa Francisco invocó sobre sí la oración de la multitud reunida en la plaza de San Pedro («Quisiera dar la bendición, pero antes os pido un favor, os pido que recéis al Señor: la oración del pueblo que pide la bendición de su obispo»).

En la urdimbre de esas oraciones, el Pueblo de Dios, con su sensus fidei, siempre ha reconocido y sigue reconociendo que la elección del Papa Francisco fue un don, un signo de que el Señor sigue amando a su Iglesia. Y sólo este amor perdurable de su Señor, amor sin arrepentimiento, puede hacer que la Iglesia -y también el Papado- sean interesantes para el mundo, interesantes para todos.

Con la misma serena confianza, el Pueblo de Dios comenzó hace meses a acompañar al Sucesor de Pedro traído «casi hasta el fin del mundo» en sus últimos días. No se percibía catastrofismo, ni angustia abstracta por «proyectos inacabados» y «planes echados a perder» en los corazones y miradas de quienes le acompañaron con la oración en estos últimos meses de su enfermedad. Sólo había paz y conmovida gratitud en las oraciones que subían al cielo por el Papa Bergoglio desde la Plaza de San Pedro y desde los hogares, iglesias y plazas de todo el mundo. En plena afinidad electiva con las palabras con las que el propio Pontífice había imaginado su final. «El Señor, con esa bondad que tiene», había señalado el Papa Bergoglio en una de las Homilías en Santa Marta, «nos dice a cada uno de nosotros: 'Detente, detente, no todos los días serán así. No os acostumbréis como si esto fuera la eternidad. Habrá un día que te llevarán, el otro se quedará, a ti te llevarán'. Es ir con el Señor, pensar que nuestra vida llegará a su fin. Y eso es bueno».

Pensar en la muerte -añadía- no es una fantasía fea, es una realidad. Que sea fea o no depende de mí, de cómo piense en ella, pero estará ahí, estará ahí. Y ahí estará el encuentro con el Señor, esa será la belleza de la muerte, será el encuentro con el Señor, será Él quien vendrá a nuestro encuentro, será Él quien nos dirá: 'Venid, venid, benditos de mi Padre, venid conmigo'».

Los que lo consideraban con consuelo como compañero de viaje, han rezado por él con paz en el corazón. La que él mismo tantas veces presenció, increíblemente, en medio de las tempestades.
Ahora, las mismas multitudes rezan por él a María, Nuestra Señora de Luján. María, Salus Populi Romani. Que ella venga a llevarlo en su último viaje, como a un niño.

El 28 de enero de 2018, al celebrar la Misa con ocasión de la fiesta por la traslación del icono restaurado de la Salus Populi Romani, en la Basílica de Santa María la Mayor, el Papa había recordado que «Donde está la Virgen en casa no entra el diablo. Donde está la Madre no reina la turbación, no vence el miedo. ¿Quién de nosotros no necesita esto, quién de nosotros no está a veces turbado o inquieto? (...). Y la necesitamos como un caminante para refrescarnos, como un niño al que hay que llevar».

Por eso, como él mismo deseaba, el cuerpo mortal del Papa Francisco descansará para siempre en una capilla de la Basílica de Santa María la Mayor, unida por la Via Merulana a la otra Basílica de San Juan de Letrán. Descansará bajo la mirada de la Salus Populi Romani. Para siempre, en el corazón de Roma.
(Agencia Fides 21/4/2025).


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